Fragmento de Yo, Julia de Santiago Posteguillo

- ¿Y Egipto? - preguntó la emperatriz.
- No tengo noticias aún de Sabino -le informó el emperador-. Lo envié para asegurar que esa provincia se pasara a nuestro bando, pero aún no sé nada, y lo mismo de los mensajeros que hemos enviado a Palestina y otros lugares de Oriente para negociar con legati y oficiales de quienes tenemos rehenes. De momento nada. Nigro permanece sólido y fuerte como una roca.
- Ya veo -dijo Julia, y empezó a pasear por la habitación. Se percató de que su marido n la miraba, sólo la escuchaba. Bueno, había esperado más interés por su persona, pero era un principio; tenía que serlo...
-¿ Qué opinas? - preguntó Severo.
Julia se detuvo y se encaró con su esposo.
- Quieres saber lo que pienso sobre la oferta de compartir el Imperio, pero ni siquiera me dedicas una mirada -dijo sin poder ocultar su orgullo de mujer herida.
Septimio levantó los ojos y la miró.
Ella sorrió.
Él no.
Julia suspiró y borró aquel amago de alegría latente de sus labios.
- No funcionará- dijo, al fin, la emperatriz-. Dos augustos, tú y Nigro, y un césar, Albino en Britania. Demasiado complicado. Para empezar, aceptar sin consultar a Albino puede enemistarte con él y el problema lo tendrías entonces en Occidente. Y consultarlo requiere tiempo que ganaría Nigro, además de que Albino dirá que no, porque desea que tú y Nigro luchéis en el campo de batalla para, según queden las cosas, comportarse de un modo u otro.
- Si, todo eso pienso yo también -confirmó Severo; luego calló y se quedó mirando, de nuevo, al suelo.
Julia se tragó el orgullo.
-¿Hay algo más que quieras de mi?¿Algo que pueda hacer por ti, para ti?
Severo, sin mirarla, negó con la cabeza.
La emperatriz inspiró aire, llenó los pulmones de todo aquel abismo que parecía seguir separándola del corazón de su esposo, dio media vuelta y, sin despedirse, abandonó la tienda.

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